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TLATELOLCO
OTRA CARA

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Por Javier Carlo


foto: Alberto Uc.

 

2 del 10, del 2010; el sol se yergue sobre la Plaza de las 3 Culturas. Una misa en memoria de las víctimas del 68 es el preámbulo a una serie de actos que este día, como cada año, ha de recordarnos el movimiento estudiantil que para muchos representa un parte aguas en la vida política y social del país. Después de aquella tarde de miércoles en Tlatelolco, se dice que la sangre de las víctimas ha forjado algunos de los avances más importantes que ahora disfrutamos.

Sin poner sobre la mesa la autenticidad de tal afirmación, ni las consecuencias históricas de la ‘reprimenda’, bien valdría la pena considerar el alcance que ‘2 de octubre no se olvida’ tiene sobre esta zona de la Ciudad de México, significativa las más de las veces por ese carácter de tragedia que por la riqueza histórica, cultural, arquitectónica, social y humanística que ahí yace, y que pocas veces –tras 4 décadas– ha salido a relucir.

La Plaza de las 3 Culturas es –en efecto– la prueba más evidente del abolengo y la tradición que distinguen a Tlatelolco, al haber sido uno de los centros ceremoniales y comerciales más importantes del México prehispánico –sino el más, del que Cuauhtémoc fue nombrado Señor–; al albergar uno de los símbolos religiosos más importantes de la época virreinal, el convento de Santiago Tlatelolco –recordemos que Santiago de Compostela es para los españoles lo que la virgen de Guadalupe para los mexicanos–; y al ser la pieza central de uno de los proyectos arquitectónicos más importantes de la segunda mitad del siglo XX en México: el Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco, proyecto encomendado a Mario Pani Darqui –autor también de la Escuela Normal de Maestros, el Conservatorio Nacional de Música y Ciudad Satélite, entre otros–, en colaboración con Luis Ramos Cunningham.

Desde su concepción al final de la década de los 50, Pani propone Tlatelolco como un espacio estrechamente relacionado con las condiciones de la zona donde se ubica, de tal modo que retoma los principios la Bauhuaus y otorga prioridad a la función sobre la forma, consolidando así su ya marcado estilo modernista. En consecuencia, proyecta 3 súper manzanas, que albergan un total de 144 edificios de diferentes alturas (4, 8 y 14 pisos), independientes entre ellos, los cuales emulan una estricta composición geométrica; en una zona que originalmente habría de ser 75% área verde, flanqueada por 2 de las principales avenidas del Distrito Federal: Insurgentes y Reforma.

Así, el proyecto tendría capacidad de albergar un total de 15,000 viviendas, con todos sus servicios, lo que contempla comercios, centros educativos y de esparcimiento; de resguardar el patrimonio histórico ya existente, como otras estructuras nuevas, entre ellas la Torre de Tlatelolco –obra de Pedro Ramírez Vázquez– (antigua sede de la Secretaría de Relaciones Exteriores) y la Torre Banobras (o Torre Insignia, única estructura piramidal) –también de la autoría de Pani–; pero lo más importante, Tlatelolco habría de ser propuesto como un centro de convivencia, donde confluyeran todas las ideas de la época, exaltando –por ende– su sentido histórico de comunidad. Tal como Pani lo afirmaba, Tlateloco cobraría –cual antaño– su carácter de ciudad dentro de la ciudad.

Concluido de manera oficial en 1964, paradójicamente bajo el mandato del Presidente Gustavo Díaz Ordaz, Tlatelolco se erigía no sólo como el conjunto habitacional más grande de Iberoamérica, sino como un espacio de diálogo, de intercambio y aprendizaje; el cual reafirmaba la presencia, la participación y estabilidad de la clase media en México, y al que acudían las personalidades más célebres de los años 60. Un espacio de comunicación, pluralidad y democracia que –no obstante– habría de eclipsarse 4 años más adelante, en vísperas de los Juegos Olímpicos de 1968, y que no volvería a ser noticia sino hasta 1985.

17 años no es mucho tiempo en la vida de un país, sin embargo, fue el tiempo suficiente para que la gente hiciera a un lado los propósitos que la modernidad había planteado y marginara a Tlatelolco en una especie de clandestinidad, abandonando –incluso– los edificios. Hay dueños y condóminos que aún hoy evitan hablar de la masacre del 2 de octubre, sino es que la niegan: ‘aquí nada pasó’; los jóvenes –en cambio– apenas cuentan con indicios e interés acerca de la historia: ‘es que a mí no me tocó’. ¡Un limbo tan notorio!

Fue una mañana de 19 de septiembre que el sentido de comunidad volvió a sentirse en Tlatelolco, bajo el estremecimiento de un sismo de 8.1 grados en la escala de Richter, que ocasionó gran daño al conjunto habitacional; a tal magnitud que el edificio Nuevo León colapsó, 11 edificios fueron demolidos, 4 reducidos en su altura y varias decenas más tuvieron que ser reforzados con una serie de muros y trabes que hoy día son parte de la cotidianeidad de los inmuebles. Así, Tlatelolco era esbozado como un centro dentro del Centro, en el que confluyeron las más grandes muestras de solidaridad de las que se tenga memoria, tanto de los mexicanos como de la comunidad internacional.

El sismo del 85 sacó a relucir, por una parte, aquellas deficiencias orográficas, arquitectónicas y gubernamentales sobre las que el proyecto de Pani fue construido –la verticalidad y la metáfora del ascenso se vinieron abajo, literalmente–, así como la imprudencia de algunos de los condóminos, quienes hicieron modificaciones a las estructuras y las debilitaron: en el edificio Nuevo León, por ejemplo, se quitaron varios muros de contención para unir departamentos; he ahí una de las razones de su derrumbe.

Por otra, provocó el desapego en buena parte de sus habitantes originales, quienes decidieron vender los departamentos, o bien rentarlos; generando así una especie de emigración hacia otras zonas de la ciudad. Pese al rescate de Tlatelolco, la partida fue inminente. Sin embargo, ésta reavivó la memoria colectiva y permitió que la gente denunciara un sin fin de aspectos sobre la masacre del 68, los cuales había contenido por mucho tiempo. A la distancia, Tlatelolco se plantearía –entonces– como un espacio de recuperación, de litigio y nostalgia.

Hoy por hoy no es posible afirmar que Tlatelolco sea aquel centro de convivencia que Pani proponía en su proyecto a finales de los 50, toda vez que los edificios están dolidos física y socialmente, muchos a merced de la indiferencia de sus habitantes, quienes más que apuntar a los propósitos de la ‘modernidad’, se encuentran en una encrucijada histórica que les confina a la resignación o al olvido. El descuido en algunas zonas es tal, que el paso del tiempo y la apatía llegan a cimbrar la personalidad del colectivo por completo: ‘al fin que no es mío’, se predica y se sigue de largo.

El espacio ha cambiado; la gente ha cambiado y quizá ya no reconozca la grandeza con que se concibió este conjunto habitacional, su riqueza histórica, cultural, arquitectónica, social y humanística, que yace justo al pie de sus departamentos y sin embargo, no se valora. Excepto un 2 de octubre que –como este sábado– no se olvida, no tanto por el duelo social como por el caos de una manifestación que ocurre en una ciudad dentro de otra ciudad. ¡Una especie de isla!

En el telón de fondo donde ahora transcurre –también– parte de mi vida, me pregunto: ¿acaso Tlatelolco no merece una nueva recuperación y convertirse en un proyecto de contemporaneidad? Por abolengo, por tradición… por orgullo.


Javier Carlo
Maestro en Comunicación por parte de la Universidad Internacional de Andalucía (UIA), España, y es Licenciado en Ciencias de la Comunicación egresado del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), México. En la actualidad, cursa la Maestría en Administración de Tecnologías de Información, en la Universidad Virtual del Sistema ITESM. Profesor del departamento de Comunicación y Arte Digital del Tecnológico de Monterrey, Campus Estado de México, y profesor del postgrado en Gestión e Innovación Educativa de la Universidad Motolinía del Pedregal.

Contacto:
jcarlomena@gmail.com
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